17:52 CELESTENÍA QUE DAR


Coparon la ciudad. Inundaron el Monumental. Y coparon la Copa América. Este Uruguay que no ni nó. Con una ideología basada en el sacrifico, en la lucha, en sacrificar la última gota de sudor y la última fibra del músculo más recóndito para ponerlo al servicio de esa ideología. Con caudillos que más que creerse extraterrestres son más humanos y más jugadores del pueblo que otros mal nombrados, estos hombres teñidos de celestes, y bajo la bandera grupal que tanto cuesta elucubrar en una selección, son la nueva sangre charrúa. Un renacer del fútbol de la otra orilla del Río de la Plata, que mientras se alza su estandarte y crece al ritmo de una organización y un buen basamento, de este lado todavía nos lamentamos por lo que no tenemos y fingimos ser.  
Con una superioridad abrumadora, en todos los sectores y hasta diferencias de jerarquía, la Celeste salió con el cuchillo en una mano y el corazón en la otra, calzados y empuñados, y con un hambre y una fiereza para comprometerse con una causa que no se pospone ni por cierre ni por derribo.
A los 11’, y luego de un par de jugadas de relax, el vendaval charrúa por fin se sacaba la mufa en la red. Y, de la mano de su goleador Luis Suárez. Con la oreja lubricada por el triplete de Paolo Guerrero ayer, el Conejo Suárez –que más que conejo, es un toro, una criatura que arremete con todo a su paso- se encontró dentro del área ante el moreno enorme Paulo Da Silva, lento de reflejos y movimientos, y con esas gambetas que ridiculizan y esos tiempos que sólo los delanteros que saben pueden utilizar, se hamacó para su zurda y definió al poste cruzado de Villar, que maltrecho como está, sólo pudo ser observador de lujo del gol charrúa.
Paraguay era puro barullo, ni una idea se le caía. Movía el árbol y la ley de Newton no se daba. Un esquema emergente, con dos líneas de 4 en cuales o había defensores centrales o volantes de corte combativo, y arriba, Haedo y Zeballos se refugiaban en sus diagonales para pivotear de espaldas al arco, pero livianos ante el poderío físico de Lugano y Coates. Ortigoza impreciso, lerdo, incapaz de levantar la cabeza y ampliar el horizonte a los carriles, todo por obra y gracia de Diego Pérez y Arévalo Ríos, dos perros de presa que patrullaban el círculo central, y que vedaron cualquier intento de sublevación.
Cuando el reloj cronometraba 42’, ese tractor pigmeo, calvo y con una mano de barniz en la piel, Egidio Arévalo Ríos, con el cuenta vueltas rebasando, cortó en plena salida a un Ortigoza fatigado y demasiado parsimonioso en la transición de contra, y con el disfraz de un asistidor nato, abrió para Diego Forlán, que venía buscaba redención con su eterna enamorada la red, y en el contexto y en el ambiente en el que estaba, mejor imposible para la reconciliación, definiendo de zurda cruzado ante un Villar impotente.
Exhibicionismo, lujuria futbolística, cuestión cultural, de una idiosincrasia que reposa en una forma de vivir y sentir cada pulsación. Lo de Uruguay no pasará por las grandes luces del purismo o del lirismo, pero vaya que vale la pena ver cómo luchan todas las pelotas así, convencidos, y cómo respetan su ADN y someten al rival.    
Esas energías fueron mermando en el complemento, y cediendo ante la acumulación de minutos. Pero, la estirpe, la consolidación de una idea y el carácter, no. Eso, permaneció activo y sin celosía ante los nombres. Hombres por sobre nombres, y unidos por una causa común. La frutilla del postre la puso Forlán casi sobre el final, que recibió un pase de Suárez de cabeza y cuando salía Villar se la punteó despacito para que la pelota vaya rodando juguetona hasta chocar con la red.





IVÁN ISOLANI
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