Estas son las derrotas que más duelen. Las que a uno le calan desde lo más recóndito de los huesos, pasando por los músculos y el ajetreo impetuoso por no guardarse una gota del sudor, ni haber dejado una fibra sin laburar en pos de esta camiseta.
Y por último, el que no acepta semejante desenlace, ese vil estacazo que cuando pega no permite levantada, por más que te cuenten hasta mil. El corazón es el más rebelde de todos, es el anarquista que alienta desde el vamos y que hace poner la pierna un poco más fuerte que la del rival, aquel que nunca la ve afuera y que de antemano te hace llenar la garganta de un grito inconmensurable de gol.
Y ese corazón celeste y blanco, jamás vencido ni apichonado por nada ni nadie, es el que debe estar latiendo por mero compromiso y rutina. Porque nada querrá escuchar de una derrota tremenda cono ésta. De un 4 a 0 lapidario y horrendo de Alemania sobre nuestra selección.
Un derrota de algo nuestro. Una derrota que retumba y se hace eco desde los glaciares hasta el último metro del Cerro de los 7 Colores. Que golpea a traición y deja mudo al viento que acaricia al Monumento de la Bandera en Rosario, y que, principalmente, nos azota nuestra alegría.
Cada gol sufrido era un pedazo de tristeza más que teníamos que digerir acompañado por el mate ya medio lavado. Y en cada corrida de Carlitos, extenuado pero con el alma llena de rabia y rencor hacia los de negro, era tu aliento o el mío el que lo ayudaba a seguir y no bajar la mirada hacia la grama. En cada disputa del balón, esa garra y esos cojones de Masche lo hacían gigante, porque lo secundaban 40 millones atrás para sacrificar su existencia por la causa.
Pero esta vez, con tantas otras veces, se nos niega en un Mundial. Y nos lo niega Alemania again. Un posmodernista combinado teutón, aggiornado a los designios actuales del fútbol, que en el momento en el que más sentía pavura, nos hincó el diente en el cuello y nos produjo heridas profundas. Momento para relamérselas, guardar los bombos y las banderas. Pero nunca jamás, despintar de nuestro corazón el celeste y blanco.
Y por último, el que no acepta semejante desenlace, ese vil estacazo que cuando pega no permite levantada, por más que te cuenten hasta mil. El corazón es el más rebelde de todos, es el anarquista que alienta desde el vamos y que hace poner la pierna un poco más fuerte que la del rival, aquel que nunca la ve afuera y que de antemano te hace llenar la garganta de un grito inconmensurable de gol.
Y ese corazón celeste y blanco, jamás vencido ni apichonado por nada ni nadie, es el que debe estar latiendo por mero compromiso y rutina. Porque nada querrá escuchar de una derrota tremenda cono ésta. De un 4 a 0 lapidario y horrendo de Alemania sobre nuestra selección.
Un derrota de algo nuestro. Una derrota que retumba y se hace eco desde los glaciares hasta el último metro del Cerro de los 7 Colores. Que golpea a traición y deja mudo al viento que acaricia al Monumento de la Bandera en Rosario, y que, principalmente, nos azota nuestra alegría.
Cada gol sufrido era un pedazo de tristeza más que teníamos que digerir acompañado por el mate ya medio lavado. Y en cada corrida de Carlitos, extenuado pero con el alma llena de rabia y rencor hacia los de negro, era tu aliento o el mío el que lo ayudaba a seguir y no bajar la mirada hacia la grama. En cada disputa del balón, esa garra y esos cojones de Masche lo hacían gigante, porque lo secundaban 40 millones atrás para sacrificar su existencia por la causa.
Pero esta vez, con tantas otras veces, se nos niega en un Mundial. Y nos lo niega Alemania again. Un posmodernista combinado teutón, aggiornado a los designios actuales del fútbol, que en el momento en el que más sentía pavura, nos hincó el diente en el cuello y nos produjo heridas profundas. Momento para relamérselas, guardar los bombos y las banderas. Pero nunca jamás, despintar de nuestro corazón el celeste y blanco.
IVÁN ISOLANI
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